viernes, 6 de agosto de 2010

Los reciente lances legislativos dejan al desnudo la patética descristianización de la Argentina


PREDICAR A CRISTO
Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la celebración del Día del Ex Alumno en el Seminario Arquidiocesano (4 de agosto de 2010)

"Los reciente lances legislativos, y los que vendrán -según está programado por los que se proponen afianzar la dictadura global del relativismo-, dejan al desnudo la patética descristianización de la Argentina, y sobre todo el vacío intelectual y moral de sus dirigencias. La falta de fe de tanta gente bautizada, la profundidad de su ignorancia religiosa y su indiferencia ante el misterio de la salvación, explican que esa gente no pueda percibir el orden natural de la creación y su reflejo en la conciencia; se le escapa, se le oculta la verdadera humanidad del hombre, de la que únicamente resta una caricatura en la religión secular de los derechos humanos. Es una especie de paganismo postcristiano, practicado fervorosamente por gente que se dice cristiana."


"A mí no me cuesta nada escribir las mismas cosas, y para ustedes es una seguridad (Fil. 3, 1). Así encabezaba San Pablo una ardiente exhortación a la comunidad de Filipos, a la que estaba ligado con vínculos de un singular afecto. Me apropio de estas palabras del Apóstol y las aplico a la circunstancia de una nueva celebración del Día del Ex Alumno en nuestro Seminario. Cada año nos congregamos en la fiesta del Santo Cura de Ars para dar gracias a Dios por nuestro sacerdocio y para felicitar especialmente a quienes cumplen 25, 50 o más años de ejercicio fiel del ministerio. Es lógico que nuestra gratitud y nuestro gozo se apoyen en la contemplación de lo que somos, en la común afirmación de nuestro ser sacerdotal, sobre todo recordando la figura ejemplar de San Juan María Vianney. A mí no me cuesta nada decir, todos los años, aproximadamente las mismas cosas, que se refieren siempre a nuestra identidad; no es enojoso volver sobre ellas y ese retorno frecuente del espíritu a lo esencial confirma nuestra certeza, nos inspira confianza, nos asegura para no vacilar. San Pablo, en su carta, estaba invitando a los filipenses a alegrarse en el Señor. Nosotros, al hacer memoria de nuestra condición, del sacerdocio de Cristo hecho carne en nuestra realidad personal, no podemos sino dejarnos invadir por la serena alegría que viene del Señor.

Como sabemos, se trata de una realidad del orden de la fe. Benedicto XVI lo ha recordado repetidamente durante el Año Sacerdotal, período en el cual ha brindado un continuo apoyo a los sacerdotes, que son presencias preciosas en la vida de los hombres. Todo pastor –ha dicho– es el medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante nuestro ministerio, a través de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. Esta situación en la que hemos sido colocados, para la cual hemos sido llamados y consagrados, conlleva la exigencia de permanecer anclados, enraizados en el orden de la fe, fuera del cual no podemos siquiera comprender cabalmente lo que somos. Más aún, sólo viviendo en la fe y de la fe nuestra acción, el cumplimiento de nuestras funciones, del munus que nos ha sido encomendado, será veraz y eficazmente sacerdotal. Somos y debemos ser hombres de fe, los hombres de la fe, y en cuanto tales destinados a vivir en una vecindad creciente con el misterio de Dios, que es un fuego devorador (Hebr. 12, 29). Ese centro incandescente constituye el alma de nuestro ministerio; de allí surge la inspiración que hace de la palabra sacerdotal la actualización de la Palabra divina y el fervor por el cual en la Eucaristía cotidiana nos inmolamos con Cristo; es ésa la fuente de la caridad pastoral en la que puede reflejarse la misericordiosa ternura de nuestro Dios (Lc. 1, 78). El centro incandescente se verifica en la comunión con Jesús. Como ha dicho recientemente el Papa, se trata de un “permanecer con él” que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las “cosas que hay que hacer” deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos “permanecer siempre con él”. El activismo es un equívoco clerical bastante frecuente, y también a menudo infructuoso, tan dañino para la obra de la evangelización como podría serlo la falta de contracción al trabajo, la inacción y una pérdida de tiempo –llamémosla así– que no se consume precisamente en la oración contemplativa sino en ocupaciones privadas, pequeños gustos o manías personales. El término medio virtuoso supera ambos extremos por elevación, es la cima de una existencia unificada por la fe viva. Es un desliz común hoy día preocuparse por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, sin interrogarse sobre la verdad y la credibilidad de la misma fe, que se da ligeramente por supuesta. Los hombres de la fe estamos en la tierra para predicar la fe, cuyo centro es la muerte y resurrección de Cristo, para esclarecer sus fundamentos y hacer descubrir su armoniosa belleza; nuestra misión, que es una misión profética, consiste en propagar la alegría de la fe.

En el Evangelio que hemos escuchado (Mt. 9, 35 – 10, 1) se manifiesta la compasión del Redentor que enseña y sana, que orienta a las muchedumbres desconcertadas que no tienen norte ni guía. En la primera lectura (Ez. 3, 16-21) se ubica al profeta en la arriesgada posición del centinela; su función es advertir: al justo, para que no tropiece y se aparte del bien, al malvado para que se convierta de su conducta descarriada. Dos acentos complementarios que ilustran la figura del pastor: el pasaje del Antiguo Testamento destaca la delicada responsabilidad de quien debe aconsejar, prevenir, amonestar, avisar de parte de Dios; en la Nueva Alianza brilla más bien la bondadosa inclinación del Corazón de Cristo. La liturgia de este día sugiere referir ambos textos al Santo Cura de Ars y a su sensibilidad pastoral en la que, no sin un trabajoso progreso, se articularon de manera excelente la seriedad y la misericordia.

Pero me gustaría recomendar ahora otro modelo del arte pastoral que es la famosa Regla de San Gregorio Magno. La tercera parte de esta obra, que ocupa dos tercios del total, describe el ministerio del pastor como un ejercicio de la exhortación. Sorprende gratamente al lector actual la sutil penetración psicológica que se aplica a la caracterización de treinta y seis figuras distintas, que constituyen setenta y dos casos pastorales, ya que cada modelo de discurso es binario, pues enfoca dos tipos humanos opuestos entre sí. Se consigna una larga serie de situaciones espirituales, cada una de las cuales requiere una forma propia de amonestación. El principio que asienta Gregorio implica consideración y respeto por la dignidad de la persona, discreción de juicio y magnanimidad: cualquier maestro –dice– a fin de edificar a todos en una misma virtud de caridad, debe tocar los corazones de los oyentes con la misma doctrina, pero no con la misma y única exhortación. Según este criterio, es distinta la exhortación que se ha de dirigir a pobres y a ricos, a tristes y a alegres, a sabios y a incultos, a los fieles seglares y al clero, a los humildes y a los orgullosos, y así continúa distinguiendo según la condición natural o sociológica, el carácter, las relaciones con el prójimo, las vocaciones específicas, las diversidades pasionales, de virtud o de salud espiritual. Llama la atención la actualidad de un planteo pastoral que tiene más de mil cuatrocientos años; su valor perenne reside en la concepción teológica que la sustenta: la Regla gregoriana se refiere a la figura modélica de Cristo, el Buen Pastor y fue recibida como un código de santidad sacerdotal que representaba para el clero secular lo que era para los monjes la Regla de San Benito. También nosotros podemos aprender de ella.

He citado este monumento de la patrística pensando en las dificultades que debe afrontar hoy la predicación cristiana. Más aún, porque me parece que es preciso subrayar actualmente la necesidad de la predicación y de una predicación integral del misterio de la fe, no sólo en orden a la salvación eterna, sino también para rescatar la auténtica humanidad del hombre. Según la tradición católica el hombre no puede observar de forma permanente todos los preceptos de la ley natural sin la ayuda de la gracia; es decir que el contacto redentor con Jesucristo constituye el único medio posible para la plena realización de la existencia humana. Desde los orígenes, la predicación cristiana anunció el mensaje de Cristo como respuesta a las esperanzas de los hombres; ponía así de relieve el valor humano de la gracia, que el Señor ofrece como liberación del pecado y del consiguiente menoscabo de aquella plenitud a la que estamos llamados según el plan de Dios. El mismo razonamiento puede aplicarse a las posibilidades cognoscitivas del hombre. El entendimiento humano posee la capacidad de conocer cada una de las verdades religiosas y morales necesarias para vivir según las exigencias de su naturaleza, pero no puede conocer todas esas verdades sin la ayuda de la gracia. Necesita que la revelación le muestre la economía sobrenatural por la que Dios ha decidido conducir al hombre a su fin; tampoco puede, dadas las condiciones actuales, descubrir sin la luz de la fe el auténtico ideal moral de su vida. El influjo que la afectividad, desordenada por el pecado, ejerce sobre el entendimiento ofusca la capacidad natural de la razón; sin la fe, sin la gracia de la redención, el hombre no alcanza su plena humanidad. Podemos aplicar a esta situación histórica lo que Ignacio de Antioquia decía de sí atisbando, a través de su próximo martirio, la meta de la eternidad: cuando haya llegado allá, seré hombre. Cuando llega a Cristo, cuando entra en contacto con su verdad y su gracia, el hombre es verdaderamente ánthropos. Análogo sentido tiene la conocida afirmación de la constitución Gaudium et spes: en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (GS 22).

Es preciso, pues, anunciar siempre e incansablemente a Cristo, la integridad de la fe católica y su proyección axiológica en la cultura humana como expresión del carácter sanante del don de la gracia. Hace poco señalaba Benedicto XVI: la fe corre el riesgo de extinguirse como una llama que no encuentra más alimento. El alimento de la fe se encuentra en una buena teología, que sea genuina inteligencia del misterio y no cuestionamiento problematicista o disección de los datos bíblicos e históricos; en un sustancioso catecismo dispensado a los fieles, niños, jóvenes y adultos, según corresponda, no en un centón de vaguedades sentimentales o de consignas sociológicas; en una recia espiritualidad que conduzca a la contemplación y no en pseudomística quietista o en prospecciones psicologistas de autoayuda. Algo más hace falta, descuidado desde hace décadas: una nueva apologética, para poner de manifiesto la credibilidad de la fe a través de una rigurosa investigación, que asuma los datos seguros de las ciencias de la naturaleza y del hombre y se apoye en una sana metafísica.

Los reciente lances legislativos, y los que vendrán -según está programado por los que se proponen afianzar la dictadura global del relativismo-, dejan al desnudo la patética descristianización de la Argentina, y sobre todo el vacío intelectual y moral de sus dirigencias. La falta de fe de tanta gente bautizada, la profundidad de su ignorancia religiosa y su indiferencia ante el misterio de la salvación, explican que esa gente no pueda percibir el orden natural de la creación y su reflejo en la conciencia; se le escapa, se le oculta la verdadera humanidad del hombre, de la que únicamente resta una caricatura en la religión secular de los derechos humanos. Es una especie de paganismo postcristiano, practicado fervorosamente por gente que se dice cristiana.

La laboriosa tarea de remontar este escollo es una misión específicamente sacerdotal, confiada a la ciencia, el amor y la palabra del sacerdote. El sacerdote le debe la verdad y la gracia de Cristo al diputado y al cartonero, al funcionario corrupto y al hombre y la mujer honrados que trabajan y sufren con paciencia y esperanza; a los niños y adolescentes de nuestros colegios y de los estatales; a los nuevos ricos y a los presidiarios; al argentino medio y común que carga con defectos y virtudes ancestrales de nuestro pueblo; a una lista de binarios que puede emular a la de San Gregorio. Se las debe, en primerísimo lugar, a los fieles de su propia parroquia, capilla o capellanía, a los más cercanos y a los reacios; a la buena gente que queda en nuestros barrios y que aunque no se dé plena cuenta de ello espera su plenitud en Cristo.

No es trabajo menor. Requiere empeñar estudio, oración, penitencia, un gran amor comprensivo y paciente, y quizá el testimonio de un martirio moral: la incomprensión, la indiferencia, el repudio y la marginación. Pero a todo eso nos comprometimos y nos expusimos de antemano cuando abrazamos la gloria y la cruz del sacerdocio, y si somos fieles –lo sabemos muy bien- no seremos defraudados en nuestra esperanza."


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